Dignity doesn't fit on a screen

por Yoani Sánchez, La Habana

La pasada semana, justo cuando me preparaba para llegar a este evento se publicó el informe que redactó la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, sobre la situación en Venezuela. Un detallado reporte de violaciones de libertades, ejecuciones extrajudiciales y miedos que han llevado a una de las naciones más prósperas de nuestro continente a la catástrofe económica, social y humanitaria.

Me leí ese reporte como quien revisa una historia conocida. ¿Han repasado alguna vez un texto que cuente una historia tan cercana que les resulte dolorosa, un libro que tengan que alejar, una página del periódico que deban cerrar o una pantalla de un ordenador que se vean obligados a apagar porque es demasiado familiar? Pues eso fue, exactamente, lo que sentí.

Sin embargo, una vez pasado el dolor inicial, empecé a revisar cómo había sido visto el informe de la Bachelet por el oficialismo cubano, ese régimen que por más de 60 años ha logrado crear su propia burbuja informativa, su "posverdad" maquillada, su "fake new" perenne. Como era de esperar, el reporte de la expresidenta chilena no ha gustado a la Plaza de la Revolución de La Habana, que la ha acusado de padecer "amnesia" y de hacer una "valoración distorsionada" de lo que ocurre en la cuna del chavismo.

Esa mirada crítica sobre la recepción del informe ganó fuerza para hacerme transformar un tanto mi exposición de hoy, porque cuando acepté la invitación a participar en este Congreso Anual de la Asociación Internacional de Estudios en Comunicación Social (IAMCR) lo hice, fundamentalmente, porque junto a conceptos que tienen mucho que ver con mi vida y mi trabajo profesional como los comunicación y tecnologías, estaba otro que determina, condiciona y debería ser el motor impulsor de todos nosotros y que se resume en la frase "dignidad humana".

La dignidad humana no solo pasa por ser respetados y por hacer valer nuestra libre elección, porque se reconozcan nuestros derechos y se nos ofrezca un marco propicio para ejercerlos, sino que pasa también, y muy especialmente, por denunciar, combatir y erradicar toda práctica discriminatoria. En este siglo XXI en que vivimos, negarle el acceso a la información, menoscabar el derecho a saber, amordazar a una sociedad para que no pueda decir o decidir, constituye un ataque a la dignidad individual y colectiva.

Por eso, me sacudió especialmente el informe sobre la situación en Venezuela porque veía reflejado en sus numerosas páginas lo que ya había ido sabiendo a través de las historias que los propios venezolanos contaban en redes. Cuando se vive bajo un régimen autoritario, en un país donde los medios de prensa han sido cerrados, amenazados o abducidos por grupos cercanos al oficialismo, las redes sociales, los foros, los chats y la mensajería instantánea se convierten en la plaza virtual de denuncia y debate.

En Venezuela, al igual que en Cuba, el país donde vivo y trabajo como periodista independiente, las nuevas tecnologías han evitado el enmudecimiento total de la ciudadanía, la mordaza absoluta a partir de la coacción, el miedo y el desmantelamiento de buena parte de la prensa que una vez se distribuyó en papel.

Hace doce años, cuando abrí mi blog Generación Y, me gustaba pensar que esa bitácora digital era como un exorcismo personal a través del cual expulsaba los demonios del miedo, el silencio, la inacción y la apatía política que me habían acompañado buena parte de mi vida. Creía que bastaba decir, empezar a hablar y contar un país a través de la ventana que ofrecían las nuevas herramientas tecnológicas. No me había percatado todavía, en aquellos primeros años, que todo proceso de expresión es, a su vez, un camino de recuperación de la dignidad perdida, un sendero que nos devuelve trozos de humanidad que la censura y el castigo nos quitaron.

Pero las nuevas tecnologías no vienen con una ética intrínseca, en sus circuitos, teclados y pantallas no late el código binario de la justicia, ni del respeto al otro, tampoco en su armazón se ha incluido la obligatoriedad de usarlas para el desarrollo, la promoción de la diversidad o la armonía. Como mismo los teléfonos móviles, los ordenadores y las pequeñas memorias USB apoyan a los ciudadanos en la recuperación de su voz, contribuyen a que se junten alrededor de una causa y a que influyan sobre su realidad, al otro lado… las viejas tijeras de la censura también echan mano de los nuevos dispositivos y funcionalidades.

Así, muchos gobiernos le han declarado la guerra a la libertad de expresión también en las redes sociales y el ciberespacio. En esa contienda emplean ejércitos de trolls y ciberpolicías que intimidan, acosa y distorsionan los debates sobre temas candentes; también utilizan el mundo virtual para rastrear a los ciudadanos, monitorearlos y acumular información que puedan usar en su contra; a lo que se le suman las cada vez más sofisticadas campañas de fusilamiento de la reputación y el linchamiento mediático de las voces más críticas, esta vez apoyadas por la viralidad de las redes.

A eso hay que agregarle, que en los países donde estos fenómenos se dan con más fuerza, casi siempre hay, también, una legislación que pone riendas bastante cortas y estrechas a las expresiones de los ciudadanos en el mundo digital, el tipo de contenido al que pueden acceder o el que pueden publicar.

En el caso de mi país, la pasada semana se ha hecho pública una nueva legislación que en más de 100 páginas intenta regular los pequeños espacios de libertades que los cubanos habíamos logrado crear en las redes. A falta de plazas físicas donde debatir temas trascendentales sobre nuestra realidad, muchas de las grandes discusiones nacionales se fueron pasando -a lo largo de la última década- hacia la gran telaraña mundial. Empezamos a ser ciudadanos, primero en internet antes de que poder llegar a serlo en el mundo físico.

Las críticas a la gestión gubernamental, el cuestionamiento de una nueva Constitución que intenta dejar al castrismo “atado y bien atado” por los siglos de los siglos, las críticas a la prohibición de que existan otros partidos políticos más allá del único permitido por ley (el Partido Comunista), la diatriba sobre unos líderes que nadie eligió en las urnas pero que dirigen el país como un feudo propio, en fin… todos esos temas y muchos más comenzaron a ser comentados y discutidos por los cubanos en la misma medida en que las nuevas tecnologías se extendían por el país.

A pesar de ser una de las naciones del planeta con menor conectividad a internet, menos presencia de la telefonía celular y -para colmo- contenida en una Isla, como la definiera muy bien el poeta Virgilio Piñera “la maldita circunstancia del agua por todas partes” a lo que podríamos agregar y “del control por todas partes, de la vigilancia por todas partes, de la censura por todas partes”. Pues a pesar de todo eso, en menos de una década las nuevas tecnologías redefinieron el rostro informativo del país.

De manera que cuando en diciembre del año pasado, el Gobierno cubano se decidió a abrir finalmente el servicio de navegación web desde los teléfonos móviles algo se quebró aún más en el monopolio sobre la circulación y el consumo de información que de manera tan sistemática el oficialismo había erigido por casi seis décadas. Los cubanos entramos como una tromba marina en las redes, a pesar incluso de los altísimos precios, donde un paquete de 4 Gigabytes de navegación cuesta el equivalente al salario mensual de un ingeniero.

No obstante los altos costos, los innumerables sitios digitales censurados, como el diario digital 14ymedio del que soy directora y que está bloqueado en los servidores nacionales desde el mismo día en que se fundó en mayo de 2014, no obstante todo eso, han bastado siete meses para que el acceso a internet haya cambiado buena parte de la manera en que el mundo nos ve y cómo nos vemos a nosotros mismos, pero también ha hecho tambalear la seguridad que sentía el régimen de tener “todo bajo control”.

En enero pasado, un teléfono móvil captó las primeras imágenes de rechazo ciudadano a un líder oficialista cubano que habían podido ser grabadas en más de medio siglo. El video llegó en pocos minutos a internet y obligó a las autoridades a intentar negarlo, tacharlo de manipulación y de “fake new”. En febrero, la campaña por votar No a la nueva Constitución de la República generó una oleada de adhesiones en las redes sociales y llevó a que, en un gesto inédito, cerca de 2 millones de electores se desmarcaron de la Carta Magna acudiendo al voto negativo, la abstención, las boletas en blanco o anuladas. Aunque la Constitución fue aprobada, el rechazo que había nacido en las redes sociales quedó reflejado en las urnas.

En mayo, una convocatoria a una marcha independiente en apoyo a las demandas de la comunidad LGBTI pasó de los kilobytes a las calles, del mundo virtual al mundo real. Cerca de 300 personas se congregaron en una céntrica calle de La Habana con banderas multicolores después de haberse organizado a través de Facebook y Twitter. La policía reprimió con violencia la demostración y el mito, fabricado con esmero, de un oficialismo cubano más tolerante con la diversidad se hizo pedazos en cuestión de minutos.

Toda esa secuencia de hechos y otros tantos que serían muy largo enumerar, han ido retando a un viejo sistema político, formado en los tiempos analógicos, acostumbrado a imprimir sus propios titulares para tratar de conformar realidades a partir de ellos, incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos del flujo informativo más veloz y más libre. Así que ha respondido como sabe hacer: con una legislación mordaza que intenta poner freno a mucho de estos fenómenos ciudadanos e informativos.

La nueva legislación penaliza la opinión porque consideran una contravención "difundir, a través de las redes públicas de transmisión de datos, información contraria al interés social, la moral, las buenas costumbres y la integridad de las personas", un elástico concepto en el que cabe desde la crítica a un funcionario, hasta una denuncia por un agujero que lleva más de 20 años en una calle sin que el Estado haga nada por repararlo.

La misma semana en que salía publicada esta ley draconiana para regular a los cubanos en las redes, se daba también a conocer el informe de Naciones Unidas sobre Venezuela. Un reporte que nos resultó muy familiar dentro de la Isla, no solo porque buena parte de las violaciones de derechos humanos que aparecen reflejadas en sus páginas las hemos vivido nosotros en carne propia, sino también porque la actual situación de ese país suramericano ha sido -en parte- provocada por el régimen de La Habana.

Fue muy simbólico que justo esas redes sociales y esa internet que la nueva legislación-mordaza quiere controlar, fueran las que nos han permitido acceder al reporte venezolano que la prensa oficial cubana ha censurado. Después de terminar de leerlo es fácil comprender por qué los regímenes autoritarios quieren acabar con nuestra dignidad como internautas, porque es una forma de recortar también nuestra dignidad